UN CUENTO DE COSAS DE LA RADIO

Damián se sentó en un banco del parque como tenía costumbre desde que, meses atrás, tuvo que jubilarse por razón de la edad.

Conectó, como venía haciendo desde entonces, el pequeño aparato de radio portátil con el que cada mañana distraía el tedio y la soledad que le oprimía desde que, su mujer, con la que había compartido treinta años de matrimonio, había fallecido hacía poco tiempo. Desde entonces, su única compañía era Tobi, un perro sin ningún pedigrí especial que había escogido en unos de esos lugares que recogen a los perros abandonados.

Cada día, aquel momento le recordaba cómo, de viernes a sábado y a la misma hora, antes de la jubilación, abría la puerta de su pequeño taller de mecánica, se enfundaba su bata de trabajo y levantaba el cierre del local para empezar a atender a los primeros clientes que, desde hacía algunos minutos, esperaban su turno para entrar.

“¡Señoras y señores! ¡Me alegro!….

Invariablemente, con esta frase, a las ocho en punto, el locutor comenzaba, dando noticias del tiempo y, a continuación, leía un editorial en el que trataba, la mayoría de las veces, el momento político que después comentaba en tertulia con un pequeño grupo de periodistas.

Damián escuchaba aquella parte del programa, interrumpida a cada momento por cuñas publicitarias repetitivas hasta la saciedad, como un rumor de fondo y sin dedicarle la menor concentración, mientras, observaba con envidia a la gente que presurosa pasaba a su lado camino del trabajo.

El pueblo donde vivía, a pocos kilómetros de la capital, había crecido de forma espectacular y era uno más de los que, desde hace unos años, servía de lugar habitual de residencia a los que trabajaban en la gran ciudad.

De repente, a lo lejos, vio como se acercaba una mujer que, lentamente, avanzaba hacia él parándose a ratos, para que un pequeño perro que llevaba atado por una correa, olisquease las huellas dejadas por otros de su especie, para motivar sus deposiciones.

A Damián le llamó la atención la escena, y a medida que se iba acercando, pudo comprobar que se trataba de una mujer de buen porte, con el cabello totalmente blanco, y dedujo por su aspecto y la forma de caminar, que hacía tiempo que había dejado atrás la madurez.

Cuando la tuvo a pocos metros, se fijó con más detenimiento en su rostro, se puso en pie de un salto, y exclamó:

-¡Dios mío!.. ¡No puede ser…. ¡Carmen!

En un principio, la mujer dio un paso atrás sobresaltada al oírse llamar por su nombre por un desconocido, pero casi al instante, se fijó un poco más en el hombre y exclamó:

-¿Tú?… ¿Damián?… ¡No me lo puedo creer!… ¡Qué sorpresa!

Durante un momento, ambos se miraron en silencio observando las huellas que el tiempo no podían esconder, pero sus ojos adquirieron por un instante el brillo con el que, años atrás, habían mantenido una relación apasionada.

Con el nerviosismo del encuentro, Damián se olvidó completamente de “Tobi” y de apagar la radio, que, con un volumen elevado debido a su incipiente sordera, seguía repitiendo de forma insistente los tediosos anuncios habituales, entre las opiniones del locutor y las de los tertulianos.

Sin poderlo evitar y antes de mediar palabra entre ellos, por su mente pasó de forma fugaz la idea de volver a vivir con Carmen aquellos años anteriores a su matrimonio, y antes de saber nada sobre su vida actual, intentó apagar la radio para iniciar una conversación. Empeño inútil. Damián apretó el interruptor nervioso, pero el aparato seguía emitiendo los anuncios y las discusiones de los contertulios cada vez con mayor volumen, mientras su azoramiento iba en aumento ante lo absurdo de la situación.

Al principio golpeó de forma suave el aparato contra la madera del banco tratando de que enmudeciese, mientras que, con una sonrisa estúpida, miraba a Carmen sin saber cómo explicarle la ridícula situación.

A continuación, ante la persistencia de la radio en permanecer funcionando, los golpes contra el banco fueron en aumento, hasta que el aparato empezó a partirse en pequeñas piezas sin que el ruido, cada vez más confuso, dejase ni por un instante de seguir creciendo.

Carmen observaba la situación entre divertida y perpleja, mientras, los dos canes, comenzaban a ladrar de forma furiosa y algunas personas se detenían formando un pequeño grupo que pronto fue numeroso, intrigados por lo curioso de la escena.

Entretanto, Damián, totalmente fuera de sí, arrojó contra el suelo lo que quedaba de la radio, la pisoteó con furia, y aún así, no consiguió que dejara de seguir emitiendo, los perros ladrando cada vez con más fuerza, los inaguantables anuncios repitiéndose hasta el hastío, los tertulianos enzarzados en una fuerte discusión, el locutor tratando de poner orden, y la gente agolpándose en torno a la pareja sin comprender nada de los que estaba sucediendo.

Cuando el atribulado Damián volvió la cabeza hacia Carmen, sin saber que decirle ante una situación tan kafkiana, ella, avergonzada por ser motivo de tanta curiosidad, se alejaba, quizás para siempre, mientras le hacía un gesto de despedida.

Dicen los que lo vieron, que Damián, desaliñado, con la barba crecida hasta el pecho, la mirada perdida, y sin “Tobi”, salía cada mañana al campo, y a voz en grito, repetía de memoria la lista interminable de anuncios y la frase de introducción del locutor:

..”¡Señoras y señores! ¡Me alegro!”….

Paco Costas