En aquellos años me sucedieron las cosas más pintorescas, y alguno de los viajes que hice merecen ser contados. Mi contacto permanente con automóviles me ha llevado muchas veces al convencimiento de que algunos ya salen de la fábrica con mala sombra y éste, al que me refiero en particular, la tenía. Y lo peor es que se trataba de mi primer coche comprado para realizar mi trabajo con un préstamo que me hizo una señora norteamericana.

Era un Cadillac de los primeros años cincuenta. American Express me confió a dos señoras canadienses sexagenarias para que las llevase a Viena a un congreso de mujeres empresarias invitadas por el alcalde de aquella ciudad. Mrs. Benoit y Mrs. Percival, ambas francocanadienses. Mrs. Percival tenía una fábrica de chapas de identificación para el ganado y, la otra, Mrs. Benoit, su única empresa consistía en ser millonaria.

El viaje ya comenzó mal. Un poco antes de llegar a Fraga se descompuso el líquido de frenos y bajé la cuesta que lleva hasta el río y el valle bombeando el pedal hasta que llegó a las tablas. Afortunadamente, después de detenerme un buen rato en una gasolinera, el líquido se enfrió y el pedal volvió a coger presión. En Lérida perdí parte del escape.

Al paso por Barcelona se saltó el primer resorte del capó. En la Junquera se perdieron las gomas de un amortiguador trasero. En Montecarlo se rompió el otro (encontrar recambios era algo inimaginable. En una ocasión me quedé tirado en Roma con una avería del cambio automático y tuve que esperar diez días a que me enviasen las piezas desde Suiza).

Entre Vintimiglia y Savona, ya en Italia, empezó a fallar el cambio automático. En Génova pinché, y entre Venecia y Udine, una de aquellas señoras que se tocaba con una enorme pamela, me preguntó de sopetón: “Where de hell is Viena?” (“¿Donde demonios está Viena?”)

Desde América el mapa de Europa les debe dar la impresión de que podemos ir en un día y en bicicleta desde Madrid a París.

Al oír aquello no pude más y echando vapor por todas la potencias del alma, le contesté: “Acabamos de pasar por Viena hace cinco minutos, pero ustedes no se han fijado”. Se produjo un tenso silencio, pero al final nos echamos los tres a reir. La señora debió comprender mi estado de ánimo y dijo: “That’s all right, Paco”.

En Viena se rompió un manguito y un cojinete trasero; llegué a la General Motors como Diós me dio a entender y me pasé varios días viendo el Danubio, que no es azul sino marrón. Pero decididamente aquel viaje tuvo cierto gafe. Conocí a una rubia de calendario en un pequeño bar próximo a mi hotel y a la catedral.

Estaba sentada en un taburete en la barra y me las arreglé para entablar una conversación, y, cuando la cosa empezaba a poner bien y decidimos ir a otro sitio, se bajó del taburete y comprobé que, no solamente me sacaba la cabeza, sino que cojeaba sensiblemente por causa, como supe después, de un defecto de nacimiento. Pero aquello no impidió que, gracias a ella, conociese por primera vez una de las ciudades más bellas de Europa.

En cuanto al Cadillac, como Dios a veces es justo con sus criaturas, al cabo de algunos años volví a encontrármelo en Ávila adornado con cuatro ángeles en cada esquina de la carrocería y una cruz negra en los cristales, prestaba el último servicio a aquellos que dejan este mundo para no volver.