Sr. Rodríguez Zapatero:

A punto de terminar el segundo año de esta nefasta presidencia, y cuando la rabia y la frustración mantienen todavía vivas en mi memoria las imágenes dantescas de la destrucción de la Terminal 4 del aeropuerto de Barajas, como ciudadano y periodista de un país libre y democrático, no tengo más remedio que hacerle algunas preguntas.

¿Qué pecado hemos cometido los habitantes de este bello país, otrora unido y libre, para merecernos a un presidente como usted?

¿Qué expedientes académicos o experiencias en política española e internacional, puede usted incluir en su curriculo personal, para merecer la responsabilidad de tan alta magistratura del Estado?

Su elección como secretario del PSOE y posterior nombramiento como presidente, me recuerda a aquel jugador de la Primitiva que, por una sola vez, se le ocurrió jugar y acertó el pleno, o si lo prefiere, como más ajustado, la fábula del burro flautista encajaría mucho mejor en la comparación.

Desde la transción, aún no siendo esa mi especialidad periodistica, sigo con mucho interés lo que ocurre en en Congreso de los Diputados, y, que yo recuerde, jamás le vi o escuche, o tuve noticia de su inadvertida presencia, en propuestas o debates relacionados con tema alguno de interés para los españoles allí representados.

Usted podrá argüir que fue elegido por las urnas y que, por tanto, no admite ninguna duda su legitimidad. Eso cierto.

Pero dejando de lado las circustancias tan especiales en las que usted alcanzó la presidencia de este gobierno, ha tenido usted tiempo más que suficiente para, en vez de dedicarse a cuartear España y resucitar viejos rencores en nombre de no sé qué revanchas familiares ya enterradas con la Historia, dedicarse con una labor unificadora y eficaz, para hacernos olvidar las anómalas razones que le auparon al poder.

Sr. Rodríguez: mi madre fue condenada a treinta años de cárcel por la dictadura de Franco y siempre recordaré sus palabras antes de dejar este mundo: “hijo, eso ya pasó, perdona y olvida”.

En el día de ayer estuve especialmente atento a su comparecencia después del atentado, y esperé, iluso de mi, que su verguenza torera, si es que le queda alguna, le prorcionase el decoro suficiente para presentar su dimisión. No fue así desgraciadamente.

La senda para seguir ese camino tan honesto y propio de gobernantes ejemplares, ya la dio el mejor político desde la Transición, Adolfo Súarez, pero cualquier comparación entre él y usted haría sonreir a la mayoría de los españoles.

Los pasos dados por usted hasta la fecha, me traen siempre a la memoria la dolida estrofa de Francisco de Quevedo: “miré los muros de la patria mia/si un tiempo fuertes, ya desmoronados/”…