Siempre he sostenido que en un supuesto decálogo del conductor, el primer mandamiento debería ser: “no estorbar”. Los conductores que se aferran al carril interior de una autopista o una autovía para circular a 80 kilómetros por hora, ignorando el tráfico que llevan detrás, deberían ser obligados a detenerse y, al contrario de la penalización de 10 segundos que sufren los pilotos de Fórmula 1 por circular demasiado rápido en la zona de boxes, estos “rompepelotas” que taponan la circulación de una vía rápida, deberían también ser castigados a permanecer detenidos, como mínimo, 30 minutos.

Resulta desesperante, a la vez que peligroso, comprobar cómo, si a través de las luces o del claxon llamas su atención, te encuentras invariablemente con dos tipos de respuesta. Si se trata de un maleducado que disfruta fastidiando al prójimo (recuerden, “no se gusta a sí mismo”), te hará un gesto indicándote que le pases por encima (ganas dan de hacerlo algunas veces).

La otra respuesta, la del despistado que va enfrascado en una conversación o pensando en las batuecas, sin mirar por el retrovisor, es peor si cabe, ya que, sorprendido, después de múltiples señales, responde con un volantazo hacia el centro de la vía sin encomendarse ni a Dios ni al diablo.