Los autodidactas, entre los que al parecer me encuentro, tenemos el feo vicio de creer que, por el sólo hecho de serlo, tenemos que estar siempre en la posesión de la verdad, y esa fea costumbre, que no deja de ser una forma de soberbia, nos lleva a cometer en muchas ocasiones equivocaciones próximas al ridículo; doblemente, y de manera muy especial, si ese ridículo se hace delante de un ser querido.

Les cuento. El día había sido duro. Río arriba y río abajo hasta la extenuación, y ni una sola trucha. Y para colmo, cuando fui a arrancar mi coche, un viejo Jeep que había dejado a la orilla del río, medio oculto entre la maleza y lejos de todo lugar habitado, el motor se negó a arrancar. Toca aquí, toca allá, en medio de un cabreo que iba en aumento, hasta que descubrí que la corriente no salía del delco.

Después de quitar la tapa, me di cuenta de que la fibra del martillo de los platinos, se había compactado con el uso y ello impedía su apertura, y sin corriente que llevar a las bujías, el motor no podía arrancar. Todo lo que necesitaba para arrancarlo y salir de allí era un destornillador para resolver el problema en un minuto, algo de lo que no disponía. Entretanto, un hijo mío de corta edad que me acompañaba aquel día, al ver como me quejaba de mi mala suerte, llevaba un buen rato intentando decirme algo: “Papá,…. papá”- insistía.

Pero yo, obsesionado con el problema no hacía más que repetir en voz alta: “¡Me **** en esto….me **** en lo otro!” incapaz de encontrar soluciones. Papá, papá, repetía mi hijo mientras yo seguía erre que erre, hasta que ya cansado de su insistencia, le grité, “¡¿Me quieres dejar en paz, niño?!” Pues sí, ¡lo que me faltaba!. Hasta que por fin decidí escucharle.

– “Dime”- le grité -“¿Qué coño te pasa?”
– “Papá, hay una caja de herramientas debajo de mi asiento.”

Y, allí, ¡tierra, trágame! estaba, en efecto, la más completa caja de herramientas que desearse pueda. Pero el destino, árbitro inapelable, se encargó días después de hacer que pagase por mi arrogancia.

Era una de esas mañanas gélidas de sol en la sierra de Gredos. Había salido de Ávila muy temprano con mis hijos para hacer motocross, entre ellos estaba “Chanquete”, el del lance del río. Llegamos al lugar elegido de costumbre, muy cerca del río Tormes, que estaba completamente helado. El primero yo, el capitán. Me planto mi casco, me subo a la moto y confiado en los kilómetros que llevo recorridos en coche y en moto de carretera, no escucho el mordaz y sensato aviso de “Chanquete” que me dice antes de arrancar. “Papá, que esto es distinto, que no hay que acelerar, cuidado con el hielo, pasa despacio y mantén el equilibrio…”

Arranco ofendido, y ante la mirada de mis hijos, empiezo a cruzar el río. Cuando abrí el gas justo en el medio del cauce helado, ya se pueden imaginar como acabé: tumbado sobre el hielo, mirando al cielo y con la moto encima acelerada como un perro rabioso. A pesar del dolor y de la vergüenza, traté de conservar la dignidad cuando mis hijos solícitos llegaron corriendo a quitarme la moto de encima.

Cojeo, menos mal que “Chanquete”, con buen criterio, no hizo ningún comentario. La verdad es que no era necesario.