carne de conducir

Cumplí los 18 años en 1949, y días -yo diría meses- antes de esta transcendental fecha, ya tenía yo preparados todos los documentos necesarios para la obtención de mi primer carné de conducir. Me resulta ahora imposible de modo fiel reflejar la excitación, los nervios contenidos y la importancia que aquel acontecimiento suponía para mí entonces.

Se iban a acabar para siempre las angustias de más de tres años conduciendo por Madrid sin carné, quitando de cada recipiente de nata de 2 kilos, de los que repartía a diario, una pequeña parte que empaquetaba cuidadosamente en cajitas de cartón pequeñas, y con ellas, de un modo un tanto inocente pero sorprendentemente eficaz, mantenía en silencio a algunos guardias amigos que sabían de sobra que conducía sin carné.

Aún recuerdo a muchos de ellos con tremenda simpatía. Pasaron algunos años y seguí viéndolos con más galones y muchas canas en el pelo al pie del cañón y juraría que en sus miradas y en sus rostros curtidos, se reflejaba el gesto del que lo ha visto pasar todo. Ahora, cuando la mayoría de ellos, o casi todos, deben haber desaparecido, me pregunto que pensarían si pudiesen verlo, de este Madrid convertido en un deshumanizado garaje. Pero volvamos a mi carné de conducir.

Había conseguido reunir 15 duros. Si 15 duros, 75 pesetas, que tenía que darle al gestor, además de otros diez después del examen al entregarme el carné de segunda definitivo. Se pagaban doscientas pesetas más si tenías que utilizar el coche de la agencia para efectuar el examen en el Parque del Retiro, pero yo contaba con la furgoneta y con la gasolina de mi jefe el Sr. Portela, propietario de Nata Montaña, con el que a la sazón trabajaba y que, por supuesto, no se iba a enterar de nada. Pero el destino y mi mala cabeza iban a encargarse de echar por tierra mis ilusiones y mis bien urdidos planes de una forma bien tonta y en muy pocos minutos.

Culpable, el “julepe”. Nunca me ha dominado el juego pero mi afición a arrimarme a los más mayores de mi calle, la inevitable fanfarronería que produce tener en el bolsillo 15 duros y las veces que seguramente lo habría contado a aquellos linces cinco o seis años mayores que yo, dieron como resultado una bien calculada maniobra que implicaba el aterrizaje forzoso de mis 15 duros en sus bolsillos. La partida fue breve, el disgusto horrible, y las consecuencias trajeron como resultado que yo tuviera que esperar hasta que logré reunir otra vez el dinero. Pero aquel mi primer carné estaba marcado por el infortunio, ya que tuve que dejarlo en prenda por unas pocas pesetas que me faltaron al ir a pagar en una casa de compromiso de la calle Cervantes, y nunca más volví para rescatarlo.