Hace ahora tres años, un buen amigo me dejó prestada su autocarava. Mi primer viaje fue al Canal de Castilla cuyas márgenes recorrí parcialmente en bicicleta. Por cierto, un viaje que recomiendo por su extraordinaria belleza e interés histórico.

Desde aquella fecha, el deseo de viajar en libertad se apoderó de mi ánimo, y a pesar de que mi vida profesional ha consistido en dar varias veces la vuelta al mundo como periodista, descubrí una forma nueva de hacerlo, independiente, totalmente diferente y mucho menos estresante. El resultado fue que me compré una autocaravana con la que ya llevo recorridos casi 50.000 kilómetros en estos tres años.

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¿En que consiste esta diferencia? ¿Cuáles son sus ventajas? En este blog, a partir de ahora y de vez en cuando, les voy a ir contando mis experiencias y también algunas normas imprescindibles para que, si alguna vez se deciden a imitarme, no cometan los mismos errores que yo poco a poco voy cometiendo, aunque la verdad sea dicha, cada vez van siendo menos. Porque este mundo del autocaravaning requiere un aprendizaje, sobre todo para alguien que nunca había fregado los cubiertos, freído un huevo o vaciado cada mañana las miserias que los humanos producimos desde el rey hasta el más humilde vasallo.

Desde el punto de vista de lo puramente doméstico, viajar en autocaravana significa estar ocupado en mil pequeñas cosas durante todo el viaje, algo que para muchos, al menos para mí, ha significado una saludable cura de humildad. Cualquier olvido o falta de previsión antes de comenzar un viaje se convierte a veces en un pequeño disgusto. Cuando he planeado un viaje como el que hice en el 2005 a Noruega (8.000 kilómetros ida y vuelta), he tenido la sensación de que iba a iniciar excursión al Himalaya. Nada debe que dar al azar.

En cuanto a la forma de conducir, algo realmente sencillo y sin más complicaciones que las de acostumbrase al mayor tamaño de esta clase de vehículos, lo mejor es que les cuente un anécdota personal.

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En los primeros viajes, acostumbrado durante cincuenta años a manejar, motos, tractores, camiones, autobuses y toda clase de máquinas con ruedas, yo conducía mi autocaravana como si fuese una Vespa y, por esa razón, unas veces me cargaba al portabicicletas dando la marcha atrás, y otras, me llevaba un poco de pintura del techo por no tener cuidado con las ramas de los árboles.

Un día, en mi afán de visitar monumentos románicos, algo que disfruto sobremanera, me adentré en la plaza porticada de un pueblo con la autocaravana. Era tarde de domingo, hacía buen tiempo y las terrazas de los bares estaban atestadas de público. Entrar en la plaza entré bien, pero para salir a través de uno de los arcos un turismo mal aparcado me impedía hacer una maniobra amplia para encarar el arco de salida que, además, tenía unos capiteles de granito salientes, afilados y cortantes como cuchillos. La maniobra por mucho que yo intenté cuadrar la autocaravana, no salía a pesar de las ayudas espontáneas de varias personas que, al unísono, lo único que conseguían era aturdirme cada vez más ante la curiosidad del público que llenaba la plaza.

Al final no tuve más remedio que dejarme un poco de la pintura del techo en uno de los capiteles, pero esto con ser ya bastante mortificante, no fue lo peor. Yo llevaba siempre unos adhesivos en las puertas y el capó en los que podía leerse: ESCUELA DE CONDUCCIÓN Y SEGURIDAD VIAL PACO COSTAS. Se pueden imaginar el cachondeo generalizado.

Les seguiré contando

Paco Costas