Mi coche ideal sería aquel que demuestre tener las reacciones más nobles. Con independencia de la calidad de la vía e incluso de la climatología siempre espero que sea capaz de perdonar errores.

Quiero poder controlarlo, estable cuando circulo en línea recta, que siga las trayectorias que yo le exija con precisión y que, al frenar, no se comporte de forma brusca e imprevisible. Todo en él debe producirse de forma progresiva si me acerco demasiado a los límites.

Para que todo eso sea posible, lo primero es que tenga un chasis bién diseñado y, a ser posible que, para compensar las transferencias de carga cuando acelero, freno o giro en una curva, que la batalla (distancia entre ejes) y las vías (distancia entre las ruedas de un mismo eje) sea lo más amplia que permita su diseño.

De nada sirven las nuevas tecnologías de ayuda a la conducción, si mi coche ideal no dispone de un buen chasis, de unas buenas suspensiones y de unos neumáticos calculados para su peso y para las velocidades que puede llegar a desarrollar.

¿Hasta donde son seguros los nuevos sistemas electrónicos de ayuda a la conducción?

Además de la eficacia comprobada de los sistemas antibloqueo de frenos que, sin duda fue el padre de todo lo que vino después, la aparición de los sistemas de control de estabilidad, mucho me temo que muchos conductores erróneamente atribuyen a su eficacia virtudes milagrosas, como Don Quijote al bálsamo de Fierabrás.

Pero que quede bién claro que yo también quiero que mi coche ideal disponga de todos los adelantos electrónicos de ayuda a la conducción habidos y por haber.

Saber que en un momento determinado un ordenador puede actuar por mi en una emergencia, activando una serie de parámetros, como la posición del volante, la velocidad, la fuerza centrífuga, la carga sobre el pedal del acelerador, las revoluciones del motor, de que es capaz el ESP (control de estabilidad) si me he pasado en una curva o algo me obliga a hacer una maniobra arriesgada in extremis, me da mucha tranquilidad.

Saber que mi coche ideal dispone de un sistema de control de la tracción capaz de corregir una pérdida de motricidad, es la garantía de que una aceleración mal medida no va a dar conmigo en la cuneta, lo considero un gran avance en materia de seguridad activa, pero… Y aquí aparece esa ciencia tan infalible como las propias leyes del Universo, la física.

Si el límite máximo de adherencia en una curva determinada es de 90 km/h, ninguna ayuda a la conducción me va a perdonar si la paso a 92 km/h, por muy maravilloso que sea mi coche ideal. Incluso un experto conductor, ya se hubiese salido de la carretera mucho antes de habe alcanzado el límite, mientras que el control de estabilidad permite sacar partido de todos los recursos del chasis para pasarla a 90 km/h.

En un tratado sobre este mismo tema que he encontrado en una publicación de Renault, leo una descripción que viene aquí como anillo al dedo: “En realidad el control ESP y sus acólitos, no son otra cosa que la red que proteje al trapecista. Es su inteligencia y su sentido común lo que no le permite en ningún momento olvidarse de las leyes de la gravedad”.

Esto seguro de que si mi coche ideal tuviese un buen chasis pero no contara con la ayuda del ESP, siempre sería más seguro que un coche mal concebido con todas las ayudas electrónicas del mundo. Cuando se pueden conjugar las dos cosas, entonces si que podemos hablar del coche ideal.