Desde 1986 hasta finales del año 2006, se habian producido en España 100.000 muertos victimas del tráfico. En el mismo periodo de tiempo, la organización terrorista ETA había asesinado a ochocientas personas. Las horas que los medios de comunicación han dedicado a difusión de sus crímenes y a todo aquello que rodea a la banda asesina se pueden contabilizar por millares, además de las sumas de dinero invertidas en su persecución y en la protección de miles de personas amenazadas.

Entre tanto, la muerte de 100.000 ciudadanos en nuestras vías continúa produciéndose a pesar de todos los intentos y fórmulas inventadas por nuestra clase política. Para atajar esta enorme sangría de vidas humanas, resulta evidente que no han bastado los miles de millones invertidos en campañas inútiles, ni el seguir barajando estadísticas y estableciendo comparaciones que no convencen a nadie.

La mayor cuantía de las multas, la retirada de carnés o los sistemas represivos, con ligeras variantes según quien ostenta el poder en cada legislatura, no son suficientes ni han sido nunca un medio eficaz, y en España, la siniestralidad del tráfico sigue siendo una tacha negra para uno de los siete países más avanzados y ricos del mundo, en opinión de algunos.

A lo largo de la lectura de este artículo, y a pesar de su brevedad, quiero dejar apuntadas las soluciones que, en mi opinión, después de haber dedicado una buena parte de mi vida a observar el fenómeno del tráfico, su evolución, y la carga dramática que los accidentes suponen para el conjunto de la sociedad española, son las únicas que nos permitirían mirar al futuro con esperanza.

Estoy plenamente convencido de que sólo los poderes públicos tienen la capacidad de decisión suficiente para afrontar el problema. Para lograr ese propósito, hacen falta dos cosas absolutamente insustituibles, voluntad política por encima de cualquier ideología, y dinero, mucho dinero.

El automóvil con su desproporcionada carga fiscal, y la recaudación por sanciones que generan los ayuntamientos y la DGT, dedicados a prevenir los accidentes, serían más que suficientes para acometer las inversiones necesarias.

La conservación de las vías, su nueva construcción; una señalización racional y asimilable para los conductores; su formación obligatoria como ciudadanos civilizados desde la infancia, en el entorno familiar, y en las escuelas, también requieren tiempo y grandes inversiones a corto y medio plazo.

La instrucción, la formación, y la información de miles de conductores que han pasado de un viejo modelo, o de no saber conducir, a sentarse al volante de un vehículo moderno y potente, no son suficientes después de una pocas horas de autoescuela.

Resulta por tanto imprescindible que, al igual que hacen en los países más avanzados y con menos accidentes, los medios públicos de difusión que financiamos todos los españoles, sean obligados por ley a dedicar importantes espacios a la conducción y a la seguridad vial.

Cada víctima del tráfico produce, además de la ruptura de una cadena afectiva insustituible y un vacío en su entorno laboral y social, un coste material y económico de incalculable valor.

Sólo si se aborda el problema en su conjunto y sin concesiones a la demagogia fácil, podremos algún día no muy lejano, sino reducir totalmente la siniestralidad del tráfico en España, al menos, limitarla a cifras que siempre, inevitablemente, seguirán produciendo la casuística y el azar.