Hasta finales del siglo XIX el único medio de transporte conocido, con excepción de la máquina de vapor aparecida en el XVIII, era el que prestaban los animales, y cuando quienes los utilizaban bebían más de la cuenta, eran dócilmente guiados por éstos, casi siempre sin margen de error y gracias a su instinto hasta el lugar en el que ambos habitaban.

Sin remontarnos tantos años en el pasado, cuando yo era niño, más bien un talludito adolescente, algunos domingos, en compañía de otros jóvenes de mi edad, teníamos la costumbre de irnos los domingos al pueblo de Hortaleza, en las inmediaciones de Madrid( por entonces Hortaleza era todavía un pueblo alejado del centro de la capital ) en donde podíamos bailar, beber vino de Garnacha y, si los medios económicos lo permitían, regalarnos con alguna ración de chuletas de cordero.

Naturalmente, cuando regresábamos a la ciudad teníamos que recorrer un largo trecho andando por la carretera para tomar el tranvía de la Ciudad Lineal hasta que, también a patita, desde la parada del tranvía, volvíamos a General Pardiñas en nuestro entrañable barrio de Salamanca.

Como puede imaginarse, al regreso, el Garnacho continuaba haciendo su efecto, y mientras se producía su metabolización, permanecíamos muy eufóricos pero bastante bebidos, hasta que, al final del día, ya en casa, el sueño se encargaba de eliminar el resto.

Cuando recuerdo aquellas excursiones no puedo imaginarme la misma experiencia si, en lugar del tranvía y de la caminata, la mayoría de nosotros hubiésemos tenido aparcado en algún lugar del pueblo un utilitario de 150 caballos esperándonos para regresar a casa.

La propia historia de la Humanidad nos enseña como, desde Etruria, hasta la Roma de los césares, los tercios de Flandes, o los Incas del Machu Picchu, muchos hombres y mujeres han ingerido alcohol y drogas en mayor o menor medida y a cualquier edad.

Con la aparición del automóvil, lo que hasta entonces podía limitarse por lo general a una caída del caballo, un tropezón, amanecer en una zanja o intentar abrir la puerta equivocada de un vecino al regresar a casa borracho, cuando conducimos un vehículo automóvil con una dosis de alcohol por mínima que nos parezca, lo más probable es que la experiencia acabe en un grave accidente.

De nada sirven, ni la edad ni el tamaño o el sexo del individuo, y mucho menos, los maravillosos reflejos que algunos ignorantes aseguran tener con unas cuantas copas a la hora de resolver una emergencia.

Un automóvil no se mueve por instinto, y sólo avanza, retrocede, gira o se detiene, siguiendo las órdenes que nosotros le damos.

De todas la medidas aparecidas en los últimos meses con el propósito de reducir los accidentes de circulación, con algunas no estoy en absoluto de acuerdo, por la forma, la precipitación y la escasez de medios, pero si reconozco que, lo que si se ha conseguido, es que estemos hablando de seguridad vial como nunca se había logrado hasta la fecha.

Por mucho que se esfuercen desde la DGT en convencernos de la eficacia de los radares y de que el sistema no oculta fines recaudatorios, mucha veces arbitrarios e injustificables, la única medida que entienden, respetan y temen los conductores, son los controles de alcoholemia realizados por los agentes de la Guardia Civil de Tráfico.

Al final, y quizás ya ahora mismo, la sensación de peligro que encierra la presencia del alcohol en la conducción está penetrando en la conciencia de millones de españoles que, sin duda, acabarán comprendiendo y rechazando la ingesta de alcohol antes de sentarse al volante.

A la hora de conducir, ni el seis, ni el cinco, ni el cuatro, ni el tres, ni el dos, ni el uno, ni nada: ni una sola gota de alcohol en sangre.

Sobre los efectos del alcohol en cualquier ser vivo, un turista norteamericano me contó hace algunos años, el siguiente chiste:

Un señor entra en un bar y pide un martín seco con mucha ginebra y unas gotas de martini. Cuando el barman comienza a llenar el vaso, el cliente le ruega que se lo sirva en un cubo. A pesar de su asombro, el empleado hace lo que le pide. A continuación, el cliente sale a la calle con su cubo lleno de martíni muy seco y, al rato, vuelve con el cubo vacío. La misma operación se repite cuatro o cinco veces más, hasta que, al final, cuando pide la cuenta, el empleado le ofrece una copa por cuenta de la casa. La respuesta resulta tan sorprendente que el empleado del bar se queda mudo:

“No, muchas gracias, no puedo, tengo que permanecer sobrio, mi caballo se ha bebido cinco cubos de martini seco y ahora tengo que llevarlo a casa”.

Paco Costas