Cuando las estadísticas y la práctica diaria nos demuestran que son las distracciones y el alcohol en un alto porcentaje la causa de los accidentes de tráfico, y a estos factores les añadimos las víctimas por no usar el cinturón de seguridad y el número de peatones muertos por imprudencia de ellos mismos o de conductores que no respetan las normas en zona urbana, ¿qué porcentaje de culpabilidad queda para atribuir a la velocidad un protagonismo que justifique los 1.500 radares que, con los 500 actuales, piensa implantar la DGT?. Otra cosa es que, los que se producen circulando a altas velocidades, presenten un cuadro de gravedad, precisamente, como efecto directo de esas velocidades.

Si analizamos con rigor estos datos indiscutibles, no nos queda más remedio que admitir que, contrariamente a las tesis defendidas por el ministerio del Interior y la DGT, o ambos tratan de disminuir la accidentalidad con métodos erróneos o, lo que piensan la mayoría de los conductores, que los radares, además de estar situados en la mayoría de los sitios elegidos para cazar al usuario y no donde de verdad deberían de estar, no buscan otra cosa que la recaudación, además de propiciar una forma errática y peligrosa de conducir a la que obliga el temor a la multa o la retirada de carné.

Pero es que, controlar el alcohol, el uso de los móviles, la obligatoriedad de los cinturones de seguridad y vigilar toda clase de vías urbanas e interurbanas, jamás podrá lograrse por muchos millones de euros que se inviertan en radares. Para que esa vigilancia resultase eficaz, además de comenzar por aunar los criterios de todas las autonomías del Estado, hacen falta hombres, agentes, inversiones y voluntad política, si de verdad estamos decididos a reducir la enorme sangría de víctimas humanas y de recursos materiales que asumimos todos los españoles con nuestros impuestos.

Paco Costas