Toda una vida para y por el automóvil, para acabar admitiendo que, lo que en su día fue un gran avance y una conquista del ser humano, poco a poco, por exceso, se está volviendo en contra de su creador.

Soy consciente de que todo aquello que se diga o escriba en contra del automóvil, se tornará en protestas de las partes más interesadas, pero eso no debe impedir que alcemos la voz en defensa de los intereses del común, que, desde hace ya algún tiempo, padece, por saturación de nuestras ciudades y carreteras, la invasión desproporcionada del automóvil. Sí, el automóvil, EL REY; todo se ha supeditado a su presencia y a facilitar de la mejor forma posible su circulación y aparcamiento.

Hoy día puede asegurarse que, sobre todo, en Occidente, existen núcleos urbanos en los que los miles de millones de metros cuadrados dedicados al automóvil, no resisten una confrontación equitativa con los espacios dedicados a sus habitantes, como simples viandantes.

Y qué decir de los espacios preservados a nuestros menores, a la infancia.

Soy de los que piensan que, cada vez que los humanos nos hemos visto enfrentados a graves amenazas y problemas de supervivencia, han sido su instinto de conservación y su superior inteligencia, los que han sabido reaccionar cambiando el curso de la Historia; y quizás ha llegado el momento en el que, coincidiendo con la presencia finita a no muy largo plazo de los combustibles fósiles, su desmedido precio y el comprobado deterioro medioambiental del Planeta, los poderes públicos con mayor peso político en el mundo, se enfrenten de forma decidida a lo que, de otro modo, según los expertos nos está conduciendo a un futuro impredecible y nada esperanzador.

El transporte y la movilidad alcanzados gracias a la presencia y utilización de la energía que se extrae del petróleo, han hecho posible que, en el corto periodo de la historia humana que va desde finales del siglo XIX hasta el día de hoy, los avances logrados, gracias a esa movilidad sin precedentes, hayan superado con creces todo lo inventado por los hombres desde su aparición sobre la tierra.

Pero lo que en un principio y a lo largo de más de un siglo dio un giro positivo a nuestras vidas, gracias a tanta imaginación y creatividad, como en el cuento del sabio, el monstruo ha alcanzado tal fuerza destructiva que ha escapado a su control.

Y entre otros agentes nocivos, peligrosos, y abusivamente invasores del espacio en nuestros pueblos y ciudades, no hay que ocultarlo, el automóvil encabeza la lista.

No por ello debemos dejar de reconocer también sus ventajas que son muchas; el automóvil, utilizado de forma racional y dentro de unos límites nos permite, en el caso de los vehículos particulares, movernos y desplazarnos cuando, como y hacia donde decidimos, en entera libertad; su accesibilidad a lugares hasta donde hace pocos años sólo se podía llegar con ayuda de nuestras piernas o de animales, ha justificado en gran medida su presencia, pero la masificación, el exceso, y la forma en la que se están planificando nuestras ciudades y los desplazamientos a los que obliga la disgregación de servicios: hospitales, universidades, grandes áreas comerciales, ciudades dormitorio, en ocasiones a cincuenta y a más kilómetros del los lugares de trabajo, lejos de reducir el número de vehículos en circulación y un menor consumo de combustibles, propicia, además, que aumente considerablemente el riesgo de accidentes. El problema han obligado a que muchas familias- no sólo en España- necesiten dos o más vehículos para poder desplazarse y de nada sirve que se aconseje el transporte público ya que el número de urbanizaciones y barrios disgregados por la periferia de las grandes urbes, hacen inviable e ineficaz el sistema porque no hay número de vehículos suficientes ni la versatilidad de servicios que puedan atender tanta demanda.

Pero imaginar que estos desplazamientos habitacionales pueden liberalizar espacios en la gran ciudad, permitiendo que sus moradores disfruten de mayores espacios peatonales y, por tanto, una mejor calidad de vida, es una quimera; por el contrario, las ciudades, cada vez en mayor medida, se proyectan para facilitar la circulación automóvil: se construyen grandes avenidas y autopistas para descongestionar el tráfico y facilitar los desplazamientos a los conductores de vehículos.

Esta política municipal generalizada, no solamente penaliza los espacios que deberían disfrutar los peatones, sino que pone sus vidas en riesgo en multitud de ocasiones. Desaparecen las aceras a costa de una mayor anchura de las vías; se construyen túneles que obligan en muchos casos a grandes rodeos para alcanzar un punto determinado y, por el contrario, no se construyen al mismo tiempo los espacios de aparcamiento; y es ese déficit el que provoca las doble filas, la carga y descarga en horas punta invadiendo espacios de cualquier forma; la ocupación parcial de las aceras; el aparcamiento desordenado de las motocicletas; y, con todo ello, lo que se consigue es que la vida del peatón resulte cada día más difícil.

En resumen; si la aviación quema cada día más oxigeno en la atmósfera; la industria contamina nuestras aguas de forma incontrolada; la toxicidad que arrojan las fabricas en todo el mundo calienta el planeta peligrosamente; y el agente que lo provoca, el petróleo, está haciendo con sus subidas constantes que el precio de las cosas se convierta en algo imposible de soportar para la inmensa mayoría de los menos económicamente pudientes, quizás ha llegado la hora en que toda la sociedad y los poderes públicos nos aprestemos a hacer frente al problema prescindiendo de lo que nos amenaza y optando por lo que debe ser una convivencia más humanizada.

Insistir en seguir como estamos sería, como dijo el filósofo, “un suicidio al cuadrado”, y, el automóvil, aunque nos pese decirlo, con más de un millón de muertos al año y casi cinco millones de heridos en todo el mundo, no sólo contamina y mata, sino que, en la actualidad, hace la vida en las ciudades absolutamente insoportable.

Paco Costas