La pasada Navidad me trajo como regalo familiar un moderno GPS y en enero emprendí un viaje a un lugar que quería conocer bien el itinerario; coloqué el GPS de forma que pudiese verlo sin desviar apenas la vista de su pantalla después de programar el recorrido y, a continuación, inicié el viaje jurándome que dijese lo que dijese o sonase lo que sonase, yo no le iba a prestar atención salvo que estuviese parado en algún lugar seguro.

Inútil empeño. Cuando no me sobresaltaba la voz impersonal del sistema para advertirme que debía descansar después de dos horas de conducción, darme las horas o de hacerme alguna advertencia reproduciendo el mugido de una vaca, me cantaba la presencia de un radar en lugares a primera vista inexistentes; lo cierto es que el dichoso aparato me fue dando la matraca durante todo el viaje. Hasta ahí la cosa no me parecía grave aún que, cada sonido, me obligaba a perder la concentración un instante. Pero lo que si tuve que reconocer después de llegar a mi destino fue que, entre unas cosas y otras, yo había dedicado demasiado tiempo a mirar la pantalla cada vez que escuchaba cualquier señal, además de concentrar la vista sobre la imagen cambiante que me iba mostrando el mapa.

Siempre he insistido sobre los peligros que encierra cualquier actividad que oblige a un conductor a quitar la vista de la vía mientras conduce, aunque la velocidad a la que circula sea muy baja. En mi opinión, la norma básica que debe observar un conductor, es la de mantener la concentración en todo momento como única forma de anticipación ante la presencia de ese enemigo que conocemos como el factor inesperado. Cuántos accidentes que parecen inexplicables suceden todos los días por esa causa.

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Para contestar al teléfono, cambiar el dial de la radio, o seguir las pautas que nos va dando un GPS, sólo existe un forma segura, pararse en lugar seguro o llevar siempre un copiloto.

Paco Costas