Fue al principios de los años ochenta, cuando una revista, ALGAIDA, de la comarca de Matalascañas, publicó este artículo sobre una vista que tuve la fortuna de hacer al Coto de Doñana.

El Morisco

Tiene el cuello como el tronco de una vieja encina. El cráneo es pequeño y el pelo “negro jabalí” empieza a escasearle en las alturas. En su rostro noble, los pómulos, afilados y cobrizos, le prestan cierto aire de príncipe inca. José, “El Morisco” separa un instante sus manos del volante del Land Rover, suelta un par de enérgicos salivazos sobre las palmas de las manos y vuelve a empuñar la dirección como si se tratase del astil de un pico.

El coche avanza; José lo balancea con mimo y sin prisas sobre el camino embarrado y lleno de grandes charcos. Casi no puedo creerme que estoy donde estoy. Si es verdad que en el corazón humano residen los “centros” del placer y del sentimiento, los míos se disparan en ese momento hacia los cuatro puntos cardinales.

No sé hacia dónde dirigir mis ojos; un bando de perdices corretea descarado sin siquiera ensayar el vuelo. Un trío de jabalíes, compactos y relucientes como las balas de un cañón, trota paralelo y próximo a nosotros, hasta que decide cruzar el camino, mostrándonos con desprecio sus kilos y su poca vergüenza. Apenas tengo tiempo para recrear mi vista en cada una de las cosas que están sucediendo a mí alrededor.

Los conejos saltan y corretean entre los matorrales. José me muestra a lo lejos, en la copa de un alto árbol, una hermosa pareja de águilas imperiales; ánsares, patos a millares, avefrías y otros pajarillos que no sé distinguir, ciervos, gamos, liebres….

La Marisma suena como una sinfonía animada por el más bello y natural de los ballets, la coreografía, sólo puede ser de Aquel que un día naciera de La Blanca Paloma.

¡Estoy en Doñana por primera vez! ¡Dios mío, cuanto he tardado en venir!

Llegamos a pocos metros, de lo que fuera en su día morada airosa de cal y teja, del guarda de aquella parte del coto. José para y nos bajamos todos del coche. La lluvia cae muy fina, sin ruido, como si pidiese perdón.

Mis amigos de Matalascañas, Paco, Diego, mi pequeña Ana y yo, rodeamos a José “El Morisco” que nos cuenta cosas de la Marisma, de aquella tierra increíble a la que ama, quizás sin saberlo, como a una hermosa mujer.

Nos habla de las yeguas que pacen salvajes, de las vacas cerriles, de cuernos enormes y cara de pocos amigos: pero él y los hombres de la marisma, saben dónde está cada cosa; el orden reina en aquella aparente anarquía. Una de las yeguas del “Morisco” ha parido hace unos días, los ojos pequeños y oscuros de José recorren la lejanía y se paran en un punto.

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Están allí, nos dice.

Miro atentamente y sólo alcanzo a ver la línea plana del horizonte, en el que se confunden los grises, los azules y las brumas de una bellísima mañana de invierno.

También nos cuenta una historia triste que tuvo lugar en aquella casa abandonada, en la que los conejos empiezan a minar los cimientos. El guarda, un hombre bueno, había acostumbrado a comer en su mano a “Julio”, un ciervo que un día acudió hasta la casa herido y medio muerto de hambre. “Julio” que con el tiempo se había convertido en el amigo inseparable de aquel hombre sencillo, apareció una mañana muerto a tiros a pocos metros de la casa. Unos borrachos , a los que el guarde había dado cobijo la noche anterior, fueron los responsables del final de aquella hermosa amistad.

Historias de la Marisma, historias de amor, de hombres y de animales, historias de criaturas que pueblan la Tierra, las cuentan los Josés buenos, de piel quemada por el sol y mirada húmeda. Mientras, otra parte del mundo, la que más ruido hace, camina sorda, en círculos y sin saber a dónde va.

Paco Costas