Somos más de seis mil millones los humanos los que habitamos este planeta. Esta masa de individuos está en constante movimiento durante las veinticuatro horas del día, y los billones de kilómetros que recorre, gracias a los modernos medios de transporte, alguna vez fallan. Una vez es la máquina, otras, el fallo es humano, pero lo cierto y lo inevitable es que, las desgracias que causan forman una parte mínima de la casuística mundial; un choque de trenes, un avión que se estrella al despegar, un autobús de pasajeros se precipita por una sima…., son todos lamentables y siempre pensamos que algunos podrían haberse prevenido y evitado.

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Cuando estos desgraciados hechos son causados por la fatalidad o las fuerzas incontrolables de la naturaleza, los sufrimos y acabamos aceptándolos con resignación; pero cuando un grupo de individuos, con unas cuantas copas de más y sin otra explicación que demostrarse a sí mismos una valentía estúpida, provocan heridos y desgracias como si de un juego se tratase, la fiesta deja de serlo para convertirse en un espectáculo brutal. Paradójicamente, muchos de sus actores no dudan en pisotear al corredor que va a su lado para librase de la embestida del toro que, desconcertado, sacado de la tranquila dehesa, corre aterrorizado sin saber a donde va.

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Ya hay bastante sangre en la plaza (casi siempre la del toro), para que sigamos llamando fiesta a un espectáculo atávico e impropio de un país civilizado.

Consideramos salvajes a los romanos que acudían al circo a ver despedazarse a animales contra animales; animales contra hombres u hombres contra hombres, mientras, durante horas comían y celebraban la muerte de unos y otros con grandes muestras de regocijo.

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Menos mal, que de aquella sangre romana que aún habita en nuestras venas, quedan cosas mucho más importantes que estar tentando absurdamente a la muerte, como ocurre en los encierros de San Fermín.

Paco Costas