Aún no había cumplidos los veinticuatro años cuando una noche en París, en la barra de un bar de la rue Balzac, próxima al famoso Arco del Triúnfo , escuché por casualidad como un pijo que, seguramente sería un funcionario pagado por el Régimen, le reía las gracias a un orondo francés que estaba poniendo a España y a los españoles a bajar del burro. Durante unos minutos estuve conteniendo las ganas de interrumpir la conversación, hasta que, harto de escuchar cómo el español no le replicaba, no pude contenerme, me encaré con mi compatriota y acabé siendo conducido a la Sureté.

Nunca me he considerado patriotero, y menos bajo el franquismo que tuvo a mi madre en cárcel; pero se ve que, en aquel momento, afloraron en mí los recuerdos del dos de mayo que, de forma machacona, me enseñaron en el colegio.

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Desde hace un par de días, cuando se supo la noticia de la imputación de la infanta Cristina, se ha producido un tsunami informático entorno a cómo acudirá a declarar ante el Juez Castro: a pie, a la carrera o en andas bajo palio.

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Hoy aparece en la prensa la renuncia de un mundialmente famoso investigador, Juan Carlos Izpisúa, que se va de España llevándose consigo el fruto de sus investigaciones, porque, esta clase política de ineptos que padecemos, es incapaz de dedicar medios económicos a los grandes científicos que dedican su vida a algo tan importante como es mejorar la salud de todos aquellos que la pierden.

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Y, mientras esto ocurre, asistimos al saqueo y al despilfarro del dinero que, 17 millones escasos de trabajadores, están cotizando para que podamos cobrar nuestras bien ganadas pensiones. ¡Qué vergüenza!