Desde la más remota antigüedad, el rico, el poderoso y las religiones de cualquier confesión, les han pisado el cuello a los más pobres, es decir, a la mayoría y, lo peor es que, con nombres distintos, son los mismos ahora y seguirán siéndolo por los siglos de los siglos.

Se nos dice que a diferencia de aquellos tiempos, hoy, las conquistas sociales han cambiado el mundo: reconocimiento y libertad de la mujer, sanidad, avances sociales…y es cierto, pero no es menos cierto- y lo anterior hay que añadirle ciertas dudas- es que, esos avances se limitan al mundo occidental, es decir, Norteamérica, Canadá, y los países que integran Europa, en su mayoría.

Pero a no ser que insistamos en olvidarlo, el resto de habitantes del planeta, gana por abrumadora mayoría y siguen viviendo en regímenes de extrema pobreza y, en algunos países, en declarada esclavitud.

La prensa nacional ha denunciado que, ochenta ricos poseen tanto dinero como 3750 millones de pobres del mundo, es decir, la mitad de las personas que habitan en estos momentos la Tierra.

Salvando a esos grupos de personas que consagran su vida a ayudar a los menesterosos (una gota de agua en la inmensidad del mar), los poderes públicos, los gobiernos, se pasan la vida mirando en otra dirección y estregándonos por la cara la palabra democracia. Si la democracia la inventaros los griegos, hay una cuenta que no me cuadra.

En la Atenas de Pericles, había por lo menos cuatro castas: los ciudadanos libres (que disfrutaban de todos los derechos), los metecos, los siervos, los mercenarios; la minoría social (las mujeres) y los más jóvenes, no pintaban nada a la hora de decidir. A eso le llaman los estudiosas democracia y, a lo mejor lo era para la mentalidad de aquellas gentes, vaya usted a saber.

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En la España de hoy se han repartido los papeles de otra forma: el capital, los políticos (qué como en la leyenda de Fausto han vendido su alma a los primeros), aunque con menos importancia, la Iglesia, y el resto, el pueblo (la mayoría), cada vez más empobrecido (a la clase media se la están cargado).

Hay que ser un visionario, un desconocedor del pasado, o creer a ciegas en el misterio de la Trinidad, para pensar que, gritando, aunque sea con todo el derecho, se puede cambiar mundo. Si ya en la Atenas de Pericles el pez grande se comía al chico, desde entonces, que yo sepa, las leyes eternas del mar no han cambiado, siguen siendo las mismas.

Paco Costas