Afghan migrants jump off a dinghy as they arrive on the island of Lesbos, Greece August 23, 2015. Greece, mired in its worst economic crisis in generations, has been found largely unprepared for a mass influx of refugees, mainly Syrians. Arrivals have exceeded 160,000 this year, three times as high as in 2014. The crisis has exposed massive shortages in Greece's available facilities, but also striking discord within the European Union on how to handle the humanitarian crisis. REUTERS/Alkis Konstantinidis

Hoy es seis de enero. Cuando despierto, a las ocho de la mañana, millones de niños de la parte más privilegiada del mundo, estarán descubriendo excitados los juguetes que les harán felices durante unos días o, a lo sumo, unas pocas semanas.

A esa misma hora, desde las playas de Lesbos, la isla en donde nació Safo seis siglos antes de Cristo, la poetisa más famosa de la antigüedad, centenares de niños menos afortunados, se están embarcando confiados hacía un mundo en el que sus mayores les han prometido que serán más felices.

Puedo imaginar, porque lo he vivido, el estado agitado del mar y el frio que se siente al alejarse de la costa y como, ahora, en pleno invierno, la frialdad del agua puede acabar con la vida de un náufrago en cuestión de minutos.

¿Dónde reside ese Dios misericordioso que todo lo dispone en su infinita sabiduría? ¿Es acaso el mismo que ve los cuerpos inertes de esos niños sobre la arena de las playas sin haber cometido más pecado que el de arriesgar sus vidas para mitigar su hambre? o ¿no es Dios, sino un grupo de tecnócratas los que, desde sus mullidos sillones, discuten el problema sin prisas tratando de eludirlo y que lo asuman otros?

Aunque la razón me impide creerlo, si Dios castiga a los malos y premia a los buenos, espero encontrarme en el Infierno a muchos de esos canallas.

Paco Costas