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Cuando en los años cincuenta empecé a viajar por Europa, en plena dictadura, tuve que soportar con frecuencia el desprecio hacia todo lo español.

Cuando en la década de los setenta iniciaba mis crónicas de los grandes premios de fórmula 1, colegas franceses, ingleses, alemanes e italianos, nos miraban por encima del hombro. Los periodistas españoles no éramos nadie en aquel coto cerrado.

Pero un día apareció el hijo de un modesto mecánico asturiano que, debido a su talento, se subió a uno de aquellos supercoches sin pagar por ello. Se cuentan con los dedos de las manos los pilotos que, desde un origen humilde, tampoco tuvieron que pagar debido a su extraordinario talento.

¡Y sorpresa! Este joven prodigio, sólo, contra todo, se subió a lo más alto del podio como campeón del mundo lanzando a los cuatro vientos aquel grito de la rabia contenida durante tanto tiempo: ¡toma, toma, toma!

Desde aquel día, ¡oh, milagro!, los periodistas españoles empezamos a contar y a conseguir que se nos respetase.

En el día de ayer la televisión mostró una entrevista con Alonso y también el lamentable espectáculo de la ceremonia de investidura.

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Las dos noticias me hicieron reflexionar sobre el actual prestigio y el respeto que, con no pocos esfuerzos, hemos conseguido en el mundo y como lo tan arduamente logrado nos dejó ayer a los pies de los caballos y de la burla en todo el mundo.

Iglesias dijo ayer: ¡ojalá esta investidura se recuerde siempre como la investidura del beso!

¡Qué lástima! Ascender una empinada montaña requiere tiempo y esfuerzo, despeñarnos por ella, sucede en un instante.

Paco Costas