Ver a Fernando Alonso y a Carlos Sainz Jr, competir entre los mejores de la F1, es un orgullo para los que somos aficionados y para los que no lo son, pero toda obra humana tiene su génesis y su origen.

Antes que ellos, cuando poder participar en carreras era un verdadero milagro, sería injusto olvidar a los Bagration, Juan Fernández, Antonio Zanini, Jaime Sornosa (Correca) y oon un aparte, a Carlos Sainz padre, y otros muchos héroes de aquellos años del automovilismo español cuya lista sería interminable.

Pero hay uno que, por doble condición de piloto y formador, merece una mención especial, Emilio de Villota, padre de la inolvidable María.

Conozco su trayectoria desde que, recién terminada su carrera como economista, renuncio a un brillante por venir en la banca jugándose su futuro a cambio de un incierto devenir en el mundo del automóvil deportivo.

Emilio de Villota pilotando su McLaren M23 en el circuito del Jarama

Isabel, su mujer, fue en todo momento su mayor fan, y en lugar de quejarse ante una situación con muchas nubes en el horizonte, se convirtió a su más firme seguidora.

De su palmarés no necesito hablar, todos los que, como yo, le siguieron por entonces, conocemos de los grandes sacrificios que ambos soportaron hasta verle al volante de un F1 codeándose con los Niki Lauda de aquellos años.

Pero esta semblanza de Emilio de Villota me quedaría incompleta, si no mencionase sus grandes cualidades como formador, su paciencia, y, sobre todo, su humanidad y su exquisita educación.

Nunca habríamos conocido Alonsos y otros, si no hubiese habido Villotas y otros predecesores que hicieron posible que el domingo veamos a un piloto español en la parrilla de las 500 Millas de Indianápolis.

A todos, a muchos de ellos los conocí personalmente, mi agradecimiento como aficionado y mi más entrañable recuerdo.