Hace muchos años, antes de llegar a Avignon, le pregunté a un gendarme qué había en esta ciudad de extraordinario, la respuesta resume una parte de la fama de esta villa romana y medieval del cisma papal, ¡Le pont, mousieur, le pont!

Ayer volví a visitar, después de muchas viajes anteriores, este monumental palacio de los papas que dividieron a la Iglesia Católica por primera vez en el siglo XIV.

De estilo gótico, construido sobre un sólido roquedal dentro del recinto de una muralla restaurada, continúa en muy buen estado. La torre más occidental me recuerda a la de Siena en Italia. La obra en su conjunto es una de las más espectaculares de Europa símbolo del poder y la riqueza de la Iglesia.

No puedo remediarlo; el interior de altos techos, el laberinto de siniestros pasillos y desnudas paredes de piedra, me produce cierto oculto temor. Aquellos siglos de las intrigas palaciegas, las traiciones, el puñal y el veneno, me traen la imagen de aquellos prelados de abundante papada, corruptos, lujuriosos y amantes de la buena mesa que, contra todos los avatares y críticas, mantienen el dogma a través de los siglos.

¡Qué lejos de lo que Jesús de Nazaret predicó en vida!

Lo peor es que, en cuanto a la curia romana y su vida regalada y de lujo, todo sigue igual. Gracias a que una legión de católicos sinceros que siguen el ejemplo de Cristo, continúan afanándose en todo el mundo por socorrer a los más castigados por la enfermedad y la pobreza. En esos sí creo.