Ante la posible condena de los hijos de Ruiz Mateos y los escándalos a los que ha dado lugar la familia, no he podido evitar la tentación de recordar mí relación con él hace algunos años.,

Conocí a Ruiz Mateos en un vuelo a Sevilla. El seguramente recordaría aquella fecha mejor que yo, ya que fue aquel día cuando, a su llegada a Jerez, le hacían hijo adoptivo de la ciudad.

Era mi vecino de asiento y recuerdo que me llamó mucho la atención lo absurdo que me pareció su empeño en castellanizar su acento andaluz que no podía ocultar.

Su porte, impecablemente trajeado, con ese estilo inconfundible que tienen los hijos de la mejor sociedad jerezana y la forma en la que me hablaba del honor que iba a recibir en la ciudad gaditana, me dieron ya entonces la impresión de que se trataba de alguien encantado de haberse conocido y para quién el mundo se estaba quedando pequeño hasta que hombres como él le imprimiesen su impulso creador.

Pero, en fin, mi opinión de entonces, subjetiva sin duda, ha acabado tristemente por mostrase real ante la patética realidad de un personaje que en su deseo de conquistar el mundo acabó saliéndose de él.

Tuve más tratos con él unos años más tarde al venderle un local en el barrio de Salamanca en el que instaló el banco de Extremadura

Para preparar la operación de la venta, las negociaciones comenzaron en las oficinas que Rumasa tenía en la plaza de Colón, en el edificio construido por el arquitecto Lamela, por entonces un verdadero icono de la arquitectura madrileña.

Allí me reuní con sus abogados y las personas de su confianza. Cuando ahora recuerdo las conversaciones y la impresión que saqué de algunos de aquellos personajes, me pareció que en aquella deslumbrante máquina de crear, comprar y vender negocios, las operaciones se hacían muy a la ligera en un momento en que, un ministro socialista, aseguraba “que era el momento más apropiado para enriquecerse”.

Después de interminables conversaciones, en una ocasión tuve que recordarle a una joven abogada que el embrollo legal que me proponía encerraba un posible delito del que yo sería el único responsable.

Por fin llegamos a fijar el precio y las condiciones de aplazamiento con las que por entonces Rumasa realizaba la mayoría de sus compras. El total fijado se avalaba con una serie de letras de cambio por el propio Banco de Valladolid que endosé al Banco Español de Crédito de Ávila.

El día que Rumasa fue intervenida, acababa de vencer hacía poco y afortunadamente pagada, la última letra.

Pero allí no acabó todo. Según su hombre de confianza, un gallego del que sólo recuerdo que fue muy duro de pelar mientras duraron las negociaciones, me soltó: “Paco, el jefe no cierra nunca una compra si no obtiene una quita final en el precio”. A pesar de las ganas de mandarle a hacer puñetas y de la premura por liquidar el préstamo que tenía en un banco, no tuve más remedio que descontarle 500.000 pesetas.

(De las memorias “Una Vida Sobre Ruedas” AMAZON)