Como cada mañana, a las ocho en punto, el encargado de la cantera hizo sonar la señal de entrada al trabajo, y también, como cada mañana desde hacía dos años, el joven Bruno se dirigió al cercado en el que estaban las bestias de tiro esperando a ser uncidas a los carros con los que se transportaban los bloques de mármol blanco de Carrara que, debido a su fama, eran solicitados para la construcción de monumentos y lujosos palacios en todo el Mundo.

En pleno corazón de los Alpes Apuanos, el mármol de aquellas montañas había sido, desde tiempos inmemoriales el favorito de reyes, emperadores romanos y, por su extraordinaria belleza, por grandes artistas. Miguel Ángel lo utilizó para crear obras inmortales, como el famoso David.

Por su sinuosidad, para transportar los grandes bloques eran necesarios animales de tiro sin ninguna clase especial: había mulos, burros, bueyes, y algunos caballos que, desechados por sus dueños, se deshacían de ellos condenándoles a un final miserable y cruel.

Algunos todavía conservaban buena parte de la que otrora fuera prestancia y belleza. Uno de ellos, en el que Bruno se había fijado desde el primer día que fue llevado a cantera, no solamente conservaba la elegancia de raza, sino que mostró desde el principio su genio y su rebeldía a la hora de colocarle el cabezal y los arreos para ser introducido entre las barras del carro.

Se requerían tres o cuatro hombres para someterlo, y a pesar de los golpes que recibía, se encabritaba, coceaba el suelo, resoplando por los ollares y sudando visiblemente agotado, hasta que los esfuerzos acababan por rendirle y sólo entonces se entregaba, inclinando la cabeza resignado.

Bruno, cuyo trabajo principal consistía en distribuir el material para aparejar a los animales, recogerlo, limpiarlo, y colocarlo al final de cada día, además de trabajar una hora más que el resto de los obreros para distribuir el escaso forraje entre los animales, sufría al ver, sin poder hacer nada para evitarlo, como la brutalidad, muchas veces innecesaria, se empleaba golpeando a las pobres bestias indefensas.

En ocasiones, un animal se despeñaba debido a lo quebrado del terreno y a lo angosto de las veredas, obligado a la fuerza a arrastrar los carros cargados hasta los ejes con los pesados bloques de mármol y allí queda para pasto de las aves de rapiña.

Criado en una modesta granja del vecino pueblo de Ortonovo, sus padres le habían inculcado desde muy niño el amor a los animales. La muerte de su madre, cuando aún no había cumplido los catorce años, obligó a su padre a cuidarse solo de los trabajos de la granja heredada de sus abuelos que, a duras penas, daba para mantener a la familia.

Por entonces, debido a la escasez que azotaba la Italia de finales del siglo XIX en plena conquista de Etiopía, obligaron al todavía adolescente Bruno, a solicitar trabajo en la cantera de la que vivían muchos pueblos en aquella parte de la costa del mar de Liguria.

A veces pasaban semanas sin salir de los modestos barracones de madera en los que vivían de forma miserable muchos de los trabajadores que, al igual que Bruno, sin medios de transporte, les resultaba imposible acudir a sus hogares al final de la agotadora jornada.

Pronto, aquel caballo indómito que, desde su llegada llamó la atención de nuestro joven héroe, disfrutó de alguna ración extra de forraje que escapaba al control de los encargados de la obra, y pronto, Rebelde, que así decidió bautizarle, comenzó a reconocer a su benefactor.

A las pocas semanas, la amistad entre ambos continuó, y cuando por las mañanas Bruno conducía a Rebelde para ser enganchado al carro antes de que otros lo hiciesen, su presencia hacía que el animal se sometiese a ser uncido al carro sin protestar. De esta forma Bruno consiguió librarle de recibir muchos palos.

Pero su ayuda fue insuficiente para que, con el transcurso de los días, Rebelde se fuese deteriorando; pronto su cabeza altiva se iba inclinando, y ni las raciones extra que le proporcionaba Bruno, lograron evitar su delgadez y su visible abatimiento.

Un día, de los muchos que la lluvia convertía las veredas en un fangal, Bruno vio angustiado cómo Rebelde, al límite de sus fuerzas, resbalaba, caía sobre sus patas delanteras y se negaba a levantarse, y cómo, el hombre que le llevaba del ronzal, comenzó a golpearle cada vez con más furia. Le golpeaba con una vara en lo poco que ya le iba quedando de lo que fuera hermosa grupa, en el lomo, detrás de las orejas…, pero todo fue inútil.

Viendo la tortura a la que estaba siendo sometido el pobre animal por aquel cafre, ya sin fuerzas para levantarse, Bruno corrió hacia él y trató de sujetar el brazo con el que le castigaba, el agresor soltó una blasfemia, golpeó a Bruno en pleno rostro y de un empujón lo arrojó contra el suelo.

A pesar de sus pocos años, criado en el campo. Bruno era, a sus diez y seis años un joven fuerte, y cegado por el dolor y la rabia, sin pensárselo dos veces, agachó la cabeza, se abalanzó contra su maltratador, y le propinó un fuerte golpe en pleno estómago.

Cuando, después de un ligero titubeo, éste pudo recuperarse, agarró al joven por el cuello con intenciones asesinas y comenzó a golpearle por todo el cuerpo. Bruno, para protegerse, se abrazó a él y ambos rodaron por el suelo. El miedo que sentía le dio fuerzas para no soltarle, mientras le mordía una oreja hasta casi arrancársela. Los gritos de dolor atrajeron enseguida a un grupo de hombres que, con muchos esfuerzos, lograron separarlos e impedir que, con la oreja sangrando de forma abundante y rugiendo como una bestia herida, el hombre juró que mataría al aterrorizado Bruno.

Pronto, entre todos formaron un grupo, mantuvieron separados a los protagonistas, liberaron a Rebelde y se lo entregaron a Bruno antes de que el capataz se diese cuenta de lo ocurrido, lo que hubiese significado el despido inmediato de ambos. En aquel momento, dolorido por los golpes recibidos y llorando de rabia, se juró que, nunca más, nadie volvería a maltratar a su amigo, y mientras le llevaba del ronzal al corral, maquinó un plan para lograrlo.

Aquella misma noche, cuando el barracón donde dormía estuvo en completo silencio, fue al corral, abrió con sigilo la barrera, y con el mayor cuidado, llevándose con él a Rebelde, emprendió el camino de su casa en las afueras de Ortonovo.

Anduvieron en la oscuridad: Rebelde, al paso, daba muestras de agotamiento, respiraba con fatiga, y le obligaba también a él a caminar despacio, pero Bruno sabía que nadie echaría de menos al caballo, y que si él lograba volver antes de que amaneciese, no despertaría sospechas, en la granja, Rebelde se recuperaría y su padre no pondría reparos a lo que había hecho, cuando le contara lo sucedido.

Cuando amanecía, y ya se veían entre dos luces las primeras casas de Ortonovo, de repente, Rebelde se desplomó sobre el camino, y pasados unos minutos, dejó definitivamente de moverse; había muerto cuando le quedaba poco para disfrutar del cariño y de la libertad que, la brutalidad de los humanos, le habían arrebatado en los últimos años de su existencia.

Esta historia imaginaria, es sólo una más de las miles de historias reales en las que, a través de los siglos, el egoísmo del ser humano, con total desprecio por todo lo creado, se ha servido de los animales para sus fines utilizando muchas veces la crueldad de forma innecesaria.

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¡Hay, si algún día, en presencia de un hipotético Juez Supremo, tuviésemos que rendirles cuentas!