Alfonso Cabeza de Vaca y Leighton, decimoséptimo Marqués de Portago, fue considerado por muchos un loco que buscaba una muerte violenta, sin importarle demasiado ni cómo ni dónde. Pero cuesta trabajo creer que a una persona a la que la naturaleza y sus orígenes familiares le habían dotado de todo aquello con lo que un joven pueda soñar, pretendiese ni un solo momento, y menos de forma deliberada, acabar con su vida.
Marqués de PortagoCuentan, aquellos que le conocieron, que era un individuo de un metro ochenta de estatura, bien parecido, y que de su persona se desprendía una especie de magnetismo y elegancia natural que le hacía tremendamente popular entre las mujeres -un aspecto de su vida que él apuró hasta el límite relacionándose con algunas de las más famosas bellezas de entonces.
Su obsesión por llegar a ser campeón del mundo, algo de lo que decía estar seguro de conseguir al cabo de algún tiempo, le impulsaba a ser intrépido y temerario en muchas ocasiones y lo demostró en todas aquellas modalidades deportivas que intentó. Esta tendencia que le llevó a emprender cualquier actividad en la que se mezclasen el riesgo y la velocidad, y su facilidad para comunicarse correctamente en cuatro idiomas, pronto le convirtieron en un ser muy popular entre sus compañeros, aún sin ser, ni mucho menos, el mejor de los pilotos. Por otra parte, la prensa internacional contribuyó en gran manera a magnificar sus hazañas que fueron siempre fuente inagotable de noticias, unas veces sociales o amorosas y otras las meramente deportivas.
Algunos medios asociaban su osadía y su valor a la herencia guerrera de sus antepasados, que ya habían tomado parte en la Reconquista de la España árabe y en los descubrimientos del Nuevo Mundo. Uno de ellos, Núñez Cabeza de Vaca, naufragó en las costas de Florida en 1528, y después de ocho largos años de sufrimientos y calamidades, atravesó con un grupo de hombres tierras hostiles hasta llegar a Méjico, donde ya estaban establecidos los españoles. También su padre había colaborado con el gobierno de Franco durante la Guerra Civil española, hundiendo un submarino republicano, a nado, y con una bomba de fabricación casera. Pero fuesen o no de origen genético, el arrojo y la valentía de Alfonso de Portago, lo cierto es que en todo aquello que emprendía ponía la misma dosis de pasión y entrega que le caracterizaron en vida.
Cuando sólo contaba 18 años ya había ganado una apuesta volando por debajo de un puente con un pequeño avión. Como jinete especialista en salto de obstáculos, también llegó a ser uno de los mejores del mundo. En la especialidad del bosbsleigh causó auténtico asombro entre los más avezados especialistas, debido a la gran facilidad que demostró desde un principio, y a punto estuvo de ganar una medalla olímpica para España en los Juegos de Invierno de 1956, sin apenas haberse entrenado ni practicado aquel deporte con anterioridad. Todo lo que hizo para presentarse fue comprar un par de “bobs”, y con algunos amigos y primos, inscribirse. Una semana más tarde quedaban cuartos, a diecisiete centésimas de segundo de haber conseguido la única medalla para el deporte español de nieve en aquellos juegos.
Marqués de Portago
El 12 de mayo de 1957 comenzaron las Mil Millas. Portago y su copiloto Gurner Nelson salieron de Brescia al amanecer, para disputar una carrera de 1.600 kilómetros por carreteras abiertas al tráfico. La prueba consistía en descender hasta el sur de Italia por la costa Adriática, pasar por Roma, cruzar los Apeninos para volver después a la meta en Brescia.
En un principio Portago se había negado a participar. Parece que ya tenía un mal presentimiento y además no le gustaban las pruebas de larga duración en carretera. Pero la escasez de pilotos en Ferrari le impidió negarse.
Marqués de PortagoCuando atardecía en la pequeña villa de Guidizzolo, el Ferrari que conducía el español, atravesaba el núcleo urbano a 240 kilómetros por hora. De repente, sin causa aparente alguna, el coche empieza a dar bandazos, golpea un bordillo con las ruedas traseras, se lleva por delante un hito kilométrico y un poste de telégrafo, hace una pirueta en el aire, arranca los hilos del telégrafo y vuela por encima de las cabezas de los espectadores sembrando la muerte a su paso a derecha e izquierda de la calzada. Mueren instantáneamente once personas del público, el piloto y el copiloto. El Ferrari queda atrapado en una alcantarilla de la cuneta. Faltaban en aquel momento cincuenta kilómetros para llegar a la meta.
La noticia dio la vuelta al mundo y entre el público italiano surgió una fuerte polémica que obligó a las autoridades italianas a prohibir para siempre las pruebas automovilísticas en carretera.
Las causas del accidente, tal como después se conocieron, fueron totalmente atribuidas al piloto y a su desmedido deseo de victoria por encima de la más elemental prudencia. En una de las paradas de avituallamiento, cuando sólo le faltaban 300 kilómetros para llegar a la meta, preguntó a sus mecánicos en qué lugar de la clasificación se encontraba en aquel momento. Quinto, le dijeron. Tenía cuatro coches por delante a pocos segundos y, dos de ellos estaban a punto de abandonar por las muestras que habían dado al pasar por aquel punto. De pronto, un mecánico le dijo que uno de los tirantes de la rueda izquierda delantera estaba roto, el neumático rozaba contra el chasis y era conveniente cambiarlo, a lo que Portago contestó: “Sí, he tocado en un bordillo, pero el neumático aguantará. Ahora no hay tiempo para arreglarlo”, añadió, y sin hacer mayor caso de la advertencia, reempredió impaciente la marcha.
Su muerte alcanzó niveles de novela. Por entonces era pública su relación amorosa con la actriz americana Linda Christian, a pesar de que su matrimonio, al menos oficialmente, permanecía en vigor. A su paso por Roma se produjo una escena más propia del galán y del argumento de una película que de un piloto de carreras. Linda Christian, que había ido a presenciar su paso, le hizo una señal y, Portago, contra toda lógica, dio un frenazo, se bajó del coche, la abrazó, la besó, y perdió unos segundos preciosos en una carrera que siempre se decidía por pequeñas fracciones de tiempo. Cuando volvió a emprender otra vez la marcha, Linda continuó haciéndole gestos de despedida, mientras el Ferrari se perdía en la lejanía camino de su trágico destino.
Alfonso de Portago perdió la vida a los 28 años y parece como si las palabras que había pronunciado muy poco antes, hubieran sido una profecía de alguien que presiente su propia muerte: “Si muriese mañana, no por ello habré dejado de vivir 28 años maravillosos”.